Para mi reseña y análisis de “Terror y miseria del Tercer Reich” he utilizado una edición digital en español de la obra de Bertolt Brecht, que contiene las veinticuatro escenas escritas entre 1935 y 1938.
Bertolt Brecht (1898-1956) fue un dramaturgo alemán revolucionario, creador del teatro épico, que utilizó su obra para la crítica social y política contra el fascismo. Escribió Terror y miseria del Tercer Reich desde su exilio en Dinamarca (sobre 1935 y 1938), basándose en recortes de prensa y relatos de testigos huidos para construir un retrato realista, documental y narrativo del nazismo, cuando el autor se encontraba ya en el exilio y trataba de reflejar, desde otro país, la vida cotidiana bajo el Tercer Reich Alemán, reinada por el miedo, la conveniencia y grandes dilemas morales. En esta obra, Brecht parte de pequeñas escenas de la vida cotidiana bajo régimen nazi y las convierte en breves relatos de terror, en donde el antisemitismo, la violencia del Estado y la sumisión interior, entre otra serie de comportamientos inicuos, se integran con la vida cotidiana de la sociedad alemana.
Uno de los temas más preocupantes que se tratan en este libro es, en mi opinión, la progresiva pérdida de independencia de la justicia: en la escena del juez que interroga al inspector sobre una paliza y destrozos en una joyería, la retórica del “interés del pueblo” y la condición judía de la víctima van corroyendo poco a poco los criterios jurídicos hasta que la Justicia se adapta a la idiosincrasia del Tercer Reich, y no al revés como suele suceder en la mayoría de países desarrollados; desafortunadamente, esta situación no resulta tan ajena si atendemos a varios escenarios contemporáneos.
Desde el punto de vista psicológico, la obra muestra con bastante crudeza y explicitad hasta qué punto los personajes interiorizan el lenguaje del régimen para dejar de verse a sí mismos como responsables de lo que hacen. El hombre de la SS que pega “porque es lo que toca” y se limita a dar instrucciones al preso para que simule los latigazos cuando pasa el superior, el juez que se escuda en la falta de claridad del expediente y en lo “delicado” del caso por tratarse de militantes de la SA, o los ciudadanos que miran hacia otro lado cuando el antisemitismo se presenta en agresiones concretas, siguen la lógica que más tarde declararán muchos acusados en los juicios de posguerra: “solo cumplíamos órdenes”.
Esta forma de comportarse encaja muy bien con lo que se vio luego en el juicio de Eichmann, cuando se apeló a la obediencia superior para que le absuelvan judicialmente, y con lo que enseñan los experimentos de Milgram sobre hasta dónde puede llegar la gente si una voz con autoridad le dice que siga adelante. otras formas, sobre todo cuando ciertos movimientos extremistas vuelven a ganar espacio y normalidad en el debate público. En definitiva, a lo que intuyo que apuntó Brecht con esta obra es explicitar que el terror se sostiene sobre personas que se conciben a sí mismas como simples ejecutoras o defensoras de la patria desplazan la responsabilidad hacia algo externo y superior a ellos. Esta es una forma de talante que puede extenderse al conjunto de la sociedad y que no desaparece solo porque los crímenes nazis pertenezcan al pasado, como se ve en el crecimiento actual de ciertos movimientos extremistas presentados casi como una opción más o, incluso, como la única válida. Y, si se mira hacia el pasado, tampoco resulta del todo nueva: algo parecido puede observarse en la actuación de la Inquisición, cuando los tribunales perseguían a supuestos herejes y conversos diciendo aplicar las disposiciones de la Iglesia y del Rey mientras se encarcelaba, torturaba o confiscaban sus bienes en nombre de la divinidad, en las persecuciones de los cristianos en la Roma imperial, o en el juicio a Sócrates en la Atenas clásica, en el que un tribunal ciudadano legitimó su muerte en nombre de la ley y del orden civil.
Entre todas las historias, la que más destaco es precisamente la del viejo militante del partido que acaba hundido por el mismo régimen al que entregó su confianza: ese pequeño comerciante desencantado que termina quitándose la vida y dejando escrito que él mismo votó a Hitler funciona especialmente como el broche final de la realidad que se vive en regímenes de este carácter. Saber que Brecht acabó esta obra 1938, cuando el nazismo está en pleno apogeo y la guerra a punto de estallar, hace que el cierre resulte todavía más crudo: no hay redención de ningún tipo, ni giro optimista al final de la obra, solamente dolor. La obra de Brecht no tiene como única intención señalar al nazismo, sino a cualquier régimen totalitario que prometa orden y salvación absoluta a cambio de concentrar todo el poder en un partido único y una sola ideología, reprimiendo todas aquellas que sean contrarias: véanse el estalinismo soviético, el fascismo italiano o la China maoísta, que acabaron dejando tras de sí una amalgama de represión, propaganda, dolor del inocente y fracaso humano muy parecida al régimen nazi.
«El Estado, cuando se convierte en un ídolo, devora todo lo que vive.»